MI CAMINO HACIA LA SUPERACIÓN
(DEL 6 DE MARZO DE 2012 A UN MEJOR HORIZONTE PERSONAL)
Por Carlos Díez Moro, amputado femoral y delegado de Andade en Cantabria
Escultura en la sede central de la DGT a las víctimas de los accidentes de tráfico.
En las diferentes etapas de nuestra vida todas las personas disponemos de oportunidades únicas para mejorar a partir de las pruebas y experiencias personales, y de un combustible que nos permite avanzar hacia un futuro mejor. En mi caso ese carburante es mi hijo. A los 2 años le cambió la vida a Alonso tanto como a mí.
Desde 2007 trabajaba y vivía prácticamente en la carretera, mi trabajo como asesor pedagógico en un importante grupo editorial en una amplia zona del Norte de la Península me obligaba a meter la llave en el contacto de mi coche casi a diario al amanecer – a veces aun siendo noche cerrada – y a pensar: “cuidado, Carlos, mucho cuidado, tu familia lo primero”. Como derivada principal de mi trabajo aparecía la idea de que podía tener un accidente de tráfico, claro que sí; el riesgo de recorrer una media de 5.500-6.000 km mensuales implicaba esa posibilidad. En ocasiones veía accidentes o vehículos en las cunetas, y cada vez tenía más y más respeto al coche, tanto si era yo quien iba al volante, como si valoraba el comportamiento alocado que aún persiste en muchos conductores. No tenía miedo, redoblaba la prudencia y trataba de ser respetuoso.
El 6 de marzo de 2012 viajé junto al gerente del pionero proyecto donde trabajaba, tuvimos sendas reuniones en Pamplona; volvíamos más que satisfechos por los logros de la jornada. Lo dejé en el aeropuerto de Loiu y, a pesar de que al día siguiente también trabajaba en dos localidades cercanas a la capital navarra, mi ansia por volver cada noche a casa para estar con mi hijo en la hora del baño, el juego, el cuento y la rutina para acostarlo, me llevó de vuelta a la que era mi casa de Cantabria.
A 10 minutos de casa, cansado pero siempre alerta, en una amplia curva en la A8 con buena señalización, arcén y visibilidad, se encuentra una incorporación desde una importante localidad costera cántabra, en la que vi a lo lejos un vehículo lanzando ráfagas que en milésimas de segundo me hicieron aminorar la velocidad y redoblar la guardia, pensando primero que podía ser un vehículo que circulaba en dirección contraria por el carril derecho. Al acercarme, ya desde el carril izquierdo, pude ver que se trataba de dos turismos accidentados, observando a una persona joven al otro lado del quitamiedos hablando por teléfono y a otro hombre mayor aún dentro del habitáculo.
No lo dudé. Hasta en dos ocasiones anteriores, años atrás, había reaccionado igual, incluso en la misma A8. Pasé ese punto y me detuve a unos 100m delante de ellos, señalicé mi coche estacionado en el arcén, me puse el chaleco reflectante, cogí el móvil y corrí por el arcén hasta ponerme a su altura. El primer involucrado en el accidente me hizo un gesto, mientras conversaba por teléfono, y me acerqué, siempre andando por el arcén, a la persona que todavía estaba dentro de su coche. Tenía la ventanilla del lado del conductor abierta, lo invité a salir del coche por el lado más próximo al quitamiedos, yo lo ayudaría, porque se empeñaba en bajarse por el lado contrario, justo el que daba al carril izquierdo y por el cual pasaban a velocidad moderada el resto de conductores. No quiso, tuve una conversación con él de aproximadamente un minuto y medio, le conminé a no deslumbrar más al resto de conductores y a ponerse a salvo, viendo la posibilidad de que otro vehículo chocara con él. Yo estaba dando la espalda al tráfico, craso error.
En medio de esa conversación, en la que yo estaba tenso, pero manteniendo la calma, oí una voz agitada detrás que gritó “¡¡cuidado, cuidado, cuidado!!”, y cuando quise girar la vista ya tenía las luces de un vehículo a mi altura. Creo que el instinto de conservación me hizo intentar saltar y ponerme en posición fetal, pero ya había sentido no un golpe seco, sino lo que yo he descrito desde entonces como un gran empujón. De repente, pensé que lo perdía todo. Pensé en mi hijo sobre todo, en la que entonces era mi mujer, en mis padres y hermano, en los amigos de la infancia, en que se acababa todo. Escuché el ruido sordo del choque entre los dos vehículos previamente accidentados y el que, como rápidamente comprendí, me estaba atropellando; inmediatamente caí al suelo y resbalé girando sobre mí mismo debajo de ese crossover.
Cuando me detuve, vi cómo mis dos piernas estaban fracturadas, deformadas; el dolor era terrible, sentía fuego en ellas, era un dolor que aún hoy me asombra haber soportado. No perdí el conocimiento, por ello redacto este testimonio ahora y puedo reconstruir con tranquilidad, serenamente, lo que sucedió. La misma serenidad que tuve para pedir ayuda a la primera voz que oí, que era la del joven que había tenido el accidente antes. Pensé que él también se estaba jugando la vida, como yo segundos antes, ya que yo no sabía exactamente dónde había caído, si en medio de la calzada, en el arcén, al otro lado de la mediana… Él me sacó de la oscuridad de los bajos delcrossover, me arrastró hasta el mismo borde del arcén y me atendió de una forma fantástica, hasta que llegaron las asistencias.
La atención que recibí de la Guardia Civil, la médico del 112, el enfermero y otras personas, desde la misma carretera hasta el mismo quirófano del Hospital Marqués de Valdecilla de Santander fue increíble, todos me hablaban, me tranquilizaron, atendieron incluso mi solicitud de hablar con mi familia desde la UVI móvil. Después de dejarme en el quirófano con la Dra. Laguna Bercero y su equipo, pensaron (me lo contaron meses después, al empeñarme en buscarlos, contactar y hablar con ellos) que por la gran pérdida de sangre tendría difícil sobrevivir.
Fue una intervención larga, demasiado larga, y cuando desperté no fue el personal sanitario quien me dio la noticia; lo hizo mi ex esposa: cuando se acercó a mí, en la UCI, horas después del atropello, al verle el rostro le dije: “he perdido las dos piernas, ¿verdad?” Ella reaccionó muy bien en ese momento, y me susurró: “me han dicho los médicos que la izquierda tiene muy buen pronóstico y que volverás a caminar”. Ahí comenzó el gran cambio, fueron unos minutos duros, durísimos, de repente, por querer auxiliar a un accidentado, había sido víctima de un atropello que, sorprendentemente, no acabó con mi vida.
Por lo cual se abría ante mí la oportunidad de rehacer mi vida fuese como fuese, mi hijo siempre en la retina y como horizonte. Gracias a él, a pesar de las graves secuelas, del dolor, las 10 cirugías, procesos infecciosos, haber tenido que aprender a caminar de nuevo, etc. he encontrado la fuerza necesaria para aprovechar esta nueva oportunidad que la vida me ha puesto en bandeja. Y camino, ¡claro que camino!, junto a él de la mano y apoyado por familia y multitud de amigos.
Solamente si me hubiese colocado de lado, podría haber anticipado que ese tercer vehículo, perdido el control, se precipitaba sobre mí. Pero centré la atención en el auxilio a otra persona. ¿Lo volvería a hacer? Por supuesto que sí, es obligación de todos el auxilio a un accidentado, aunque extremando aún más las medidas de seguridad. En mi opinión, es compromiso de todos, en primer lugar de la Dirección General de Tráfico como principal responsable del tráfico y la seguridad vial del Ministerio del Interior, iniciar los estudios y análisis necesarios para difundir la problemática de personas con secuelas similares a las descritas, adoptar las medidas más eficaces en relación con la prevención en el auxilio a otras víctimas y, ante todo, atenuar en lo posible las consecuencias derivadas de este tipo de accidentes, en coordinación con todos los agentes implicados (lesionados, asociaciones, aseguradoras, mutuas, etc.).
Desde el 6 de marzo de 2012 aprovecho al máximo esta oportunidad que la vida me ha dado para sentirme más vital, optimista y comprender que hay que seguir, sea como sea, siempre hacia adelante.
Carlos Díez Moro